Cuando nos hacen esa pregunta siempre
escucho la misma respuesta: “porque me gustan los niños”.
Creo que la mejor respuesta es otra
pregunta:
¿A quién no le gustaría trabajar con
angelitos aquí en la Tierra?
Estudiar esta carrera va mucho más
allá de que te gusten los niños. Nos pueden gustar muchas cosas,
así que no me parece una razón, aunque es mucho mejor que otras
como “no me daba la nota para otra cosa”.
Educar a un niño también supone
amarlo. Es muy fácil ser maestro cuando todos los niños son
adorables y siempre te hacen reír, pero el quererlos implica no
abandonar ni perder la ilusión a pesar de tener situaciones en las
que haya niños con problemas. Ser profesor es tener un título,
empezar tu jornada laboral y al terminarla ir a casa. Pero ser
maestro es amar verdaderamente lo que haces (e incluso tener una jornada laboral de 24 horas). No enseñamos el
camino, enseñamos a buscar cómo explorarlo.
En educación infantil enseñamos las
bases de la vida: compartir, no pegar a la gente, ordenar las cosas
cuando las terminamos de usar, lavarnos las manos antes de comer y
los dientes después, pedir perdón, dibujar cosas bonitas
intentando no salirse de los bordes, darle la mano a mamá y a papá
cuando cruzamos la carretera, jugar, cantar, respetar la fila, pedir
prestadas las cosas de mis amigos, dar los buenos días todas las
mañanas, resolver mis propios líos... y tener curiosidad. Lo
primero que aprendemos es a mirar; todo lo que necesitamos saber lo
encontramos mirando. Está ahí, en alguna parte.
Los niños quieren
aprender todo y los mayores han perdido su curiosidad.
Lleva todo eso al mundo adulto: tienes
la capacidad de resolver tus líos y de poner las cosas en su sitio.
No importa la edad, siempre es mejor salir al mundo agarrado de la
mano y estar junto a alguien.
Ser maestro de educación infantil es
tener el poder de formar la base de las personas... y de dar todo el
amor del mundo a quien quizá no te recuerde con el paso de los años,
pero que nunca olvidará que debe respetar una fila o que tiene que pintar sin salir de
los bordes.
***
Hace mucho tiempo, me enseñaron que
las caricias consuelan las penas. Nunca olvidaré a esa maestra que
acariciaba mi carita cuando le pregunté por qué no me habían traído
mi premio, mientras ella me explicaba que quien lo debía traer había
fallado.
… pero ya no recuerdo su rostro.